lunes, septiembre 12, 2005

Lo que el viento se llevó: Nueva Orleans


Escribo estas líneas el día en el que se cumplen cuatro años tras los atentados del 11-S en Nueva York. Las corrientes circulares del tiempo, que tan azarosamente colocan las cosas en una suerte de sarcasmo, rellenan hoy con tragedia los periódicos y describen, a la sazón, el material con el que está hecho el humano. EEUU, la primera potencia, el corazón financiero del mundo, la tierra de los sueños, vive sumida en un horror que lleva nombre de mujer: Katrina. Contradicción. Siempre capaces de lo mejor y de lo más horripilante; desde formalizar institucionalmente el primer Estado de Derecho hasta envenenar en pro de la paz la II Guerra de la Independencia cubana, desde la pugna ejemplar por los derechos civiles hasta la permanencia de la pena de muerte, desde Hollywood y Las Vegas hasta el Watergate y los alambres de Guatánamo. Sus universitarios no saben ubicar a Portugal en el mapamundi, pero encienden una radio y pueden escuchar a Hank Williams. Sus hogares siempre mantienen las luces encendidas -como en los sesenta solían dejar las lumbres-, de hecho, son líderes del despilfarro (un tercio de la energía nuclear del planeta, lo que les erige en principales quemadores de la capa de ozono), pero si alguien enferma tiene que recurrir a la medicina privada. EEUU goza del mayor presupuesto y todo es de pago. Contradicción. Los tan apelados paladines de la democracia tienen unos índices de abstención que, por lo general, suelen superar el 50 %. En EEUU no existe la izquierda, tampoco una pluralidad de voces en los medios de masas: en EEUU no hay fiscalidad (a no ser que haya serios indicios de que el Presidente sucumbió a un trabajito oral de la becaria; entonces pocos parecían preocupados, por ejemplo, por el elevado número de niños mexicanos que estaban sin escolarizar en el sur). Son paradigma de la contradicción y J.F. Kennedy, tal vez, el Presidente más contradictorio de su historia. A sus ciudadanos no les interesa la política porque las cosas irán igual siempre. ¿O no?

Lo hemos visto todos. La potencia que diseñó una guerra de costes multimillonarios, con fines económicos de los que sigue siendo beneficiaria una minoría empresarial, ha sufrido una catástrofe en su longevo epicentro artístico. Dramática prueba del algodón para evidenciar la ineficacia de la Administración Bush y asistir al Apocalipsis del grupo de personas que, delante del abismo, optan por asesinar, violar o el pillaje en un territorio sin ápice de orden, desamparado por la autoridad. ¿Nos habían explicado estas reglas cuando entramos a jugar? Dios nos trae al mundo y éste queda a merced del hombre. ¿Y la naturaleza? Parece que nosotros estamos a sus pies; formamos parte de ella, pero no la controlamos. No es la primera vez ni la última que estas cosas pasan. Ahí están las crónicas musicales de Woody Guthrie sobre los campesinos emigrantes por las tempestades de polvo en plena depresión económica (años treinta del siglo pasado). Por entonces también se cuestionaba lo sucedido John Steinbeck: exactamente las mismas preguntas, vislumbrando lúcidamente algún pergeño de respuesta. Decía él que el hombre está hecho a semejanza de Dios, y que todo mal se debe a que somos descendientes de Caín -Abel murió sin hijos-, por lo que abundan en su obra las acciones violentas de homicidios, robos y libertinaje. Entonces, somos nosotros los que plagamos de máculas un paño blanco y limpio. Algunos expertos apuntan que las desgarraduras que presenta la capa de ozono favorecen estos funestos fenómenos naturales.

La casa del sol naciente

Cuando tuvo lugar la crisis del Prestige en España, un político de la derecha expresó complaciente que esa desgracia pasaba “porque Dios lo ha querido”. Ahora, desde Nueva Orleáns, nos llegan las declaraciones de un gobernante local en las que asegura que “el huracán es un desastre enviado por Dios”, a lo que otro añade que muchos mendigos iban a tener con esto la “suerte” de poder comer y dormir bajo un techo. Desvaríos encefálicos al margen, la tierra arrasada -cual mezquita babilónica- tenía en sus calles, garitos y ‘bayous’ el germen más importante de la música popular tal y como la conocemos en su denominación de “Cultura del Rock”.

Por las veredas de Nueva Orleáns, hacía un siglo y medio, convivían de forma angosta las culturas europeas (española, francesa, irlandesa...), africana (hoy siguen siendo dos tercios de la población) y la mezcolanza antillana asentada por cuestiones comerciales. Los barrios, locales y costumbres del delta originaron un estallido creativo mestizo, reconocible y, con el tiempo, autóctono. Ya fuera en las barcazas fluviales que atravesaban el Mississippi o en sus recintos nocturnos, se maceraban las músicas africanas, españolas, francesas, criollas, así como los cantos en las recolectas y los sonidos de los primeros jazz, como Jelly Roll Morton, Mahalia Jackson, Sidney Bechet, King Oliver, a los que se sumarían Harry Connick Jr, Nicholas Payton y toda la estirpe Marsalis. El nacimiento y la evolución jazzística que pasa por el ragtime, el pianoroll, el boggie boggie, la música cajún o el honky tonk quizá no hubiera existido si Katrina hubiese estado precoz. Tampoco podemos olvidarnos de la rama del blues, con los padres de todo este tinglado: Proffesor Longhair, Johnny Adams, Eddie Bo o Fats Domino (finalmente no se han confirmado los rumores y el huracán no se lo llevó por delante).

EEUU es una hermosa tierra en la que de vez en cuando brotan genios y artistas que saben contar las cosas. En Nueva Orleáns lo llevan haciendo algunas décadas Randy Newman o los Neville Brothers. Que no falten brillantes reporteros como Dylan, Oldham y hasta los Dead Kennedys. Y si Nietzsche tenía razón, este borrón y cuenta nueva será porque la historia se repite.

Eduardo Tébar